“Muy bonito partido”, afirmaba un tenista amateur veterano, que conocí hace años, cada vez que perdía un encuentro y se le preguntaba por el resultado.
No decía nada más.
No se justificaba explicando que había jugado mal, ni le restaba méritos a su oponente.
Tampoco culpaba al estado de la cancha, la raqueta, las pelotas, problemas físicos, el viento, el sol, ni la mala suerte.
Nunca daba una excusa tras ser vencido.
Era capaz de encontrar belleza, aún en la derrota.
En un mundo en que casi lo único se admira es el éxito, él era un ser humano distinto y, por lo tanto, incomprendido por muchos.
En esa época, yo era un adolescente que entrenaba para competir y vencer. Así que para mí, su respuesta constituía una evasiva ante el fracaso, lo que me generaba tontamente una sonrisa.
Hoy, la madurez me permite reflexionar y comprender que su respuesta se vinculaba con haber disfrutado el partido, tanto o más que el triunfo o la derrota, como lo viven quienes de verdad aman lo que hacen, sea cual sea su actividad.
El camino es igual de importante que el resultado; el recorrido tiene la misma relevancia que la meta, así que hay que saber apreciar el paisaje, mientras se navega hasta llegar a puerto. Dicen que el verdadero destino es el viaje.
Y él lo tenía más que claro.
Era un agradecido por algo que parece normal, pero que resulta extraordinario: haber podido entrar a la cancha a disputar un encuentro. La mayoría, en cambio, solo siente gratitud cuando gana y juega bien.
“Muy bonito partido”, decía siempre terminado el match, cuando la victoria le era esquiva. Luego, se alejaba tranquilo, caminando en silencio a paso lento.
Al recordarlo hace pocos días, recién entendí por qué nunca salía amargado de la cancha, pese a ser derrotado.
Y la respuesta es simple.
Con su manera de tomar el tenis, y tal vez la vida, en realidad nunca perdía.
Arturo Núñez del Prado / Profesor de Tenis / Periodista / arturondp@gmail.com
